11 noviembre 2006

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Saudade


Hoy debiera ser un día de fiesta para él. De hecho es su día de fiesta y sin embargo, algo no está bien.

Cara pálida, medio disimulada por que es negrito, ojos hundidos, y el gesto ese de no saber qué es lo que pasa.

Quizá las preguntas sean: ¿Por qué no vienen? ¿Acaso no les gustan las fiestas?

A él le encantan las fiestas, le gusta bailar, y le gusta ser - por una vez en su vida - el alma de la fiesta.

¿Por qué no vienen? Mirtha preparó todo, y mamá también se batió con la mazamorra y la gelatina a granel.


Está feliz, es su cumpleaños. Quisiera estar feliz, es su cumpleaños. Su hermana le puso las medias blancas, lo bañó en talco, le puso la colonia Coquito, el traje de chalequito celeste y pantalón corto, él mismo preguntó a qué hora y le dijeron a las cuatro en punto.

¿Por qué todas las fiestas de 5 años empiezan a las cuatro? ¿No es muy tarde? ¿Vendrán?

A pesar de todo allí está, con su aureola invisible a simple vista, la misma que su madre le regaló de pequeño, brillando escondida y que sentía aparecer cuando escuchaba la música y danzaba sin parar, ligero, sensual, intenso, a veces muy alegre, a veces muy triste. A veces no sabe qué decir y entonces baila.

Me imagino que cuando sea grande le ocurrirá lo mismo, que cuando deba conquistar a una niña lo hará bailando. Que cuando se reconcilie con una no necesite hablar, solo bailar y pegarla a su corazón para que todo vuelva a ser como antes, porque esas serán sus palabras. No sé qué le pasará cuando se enamore de una niña que no sepa o no quiera bailar. Las palabras se le habrán acabado.

Pero ahora ya pegaron los globos, ya pusieron los caramelos en la mesa, ya están las palomitas de maíz y está lista la mazamorra morada, y los discos. Todos tienen que bailar y el que no baila no come mazamorra, ni caramelos. ¡El que baila, come! Esa era la consigna.

Mejor se sienta en la sala a esperarlos.

¿Por qué todos los niños llegan tarde a mi fiesta de cumpleaños? Mejor dicho, ¿por qué todos los papás llevan tarde a los niños a mi fiesta?

Pero, ¿Por qué le da tanto miedo que no lleguen? Porque sabe que hay gente que nunca llega, que hay gente en su vida que nunca llegó. Sabe también que hay gente que se va y que no vuelve. Espera encontrar algún día a alguien que esté ahí para siempre.

Recién lo bañó Mirtha y ya está sudando, le zumban un poco los oídos, y le quema la frente. ¿Qué será?
Mirtha siempre lo cuidó como si fuera una de esas muñecas de porcelana. Una de esas muñecas que aún debe tener guardadas junto a su juego de tazas, en una maletita de madera, arriba, sobre el ropero.

Cuando los dos se fueron a Piura todo el mundo creía que era la mamá. Tenía 19 o 20 años y vivía en Piura con un niño, fijo que es madre soltera decía la gente. Seguro que ya salió con su “domingo 7” y el papá para evitar la vergüenza los mandó a vivir a Piura. Pero Mirtha siempre asumió la tarea de cuidarlo, como muchas niñas en esta tierra de nadie que asumen a sus hermanos menores cuando les endilgan la responsabilidad de ser mamás.

Le daba sopa de pescado, de suco, para que sea inteligente. Le embutía la leche con esos polvos de chocolate para que tenga muchas energías. Le daba agua de manzana para que duerma tranquilo. Le daba camote para que se ponga fuerte. También le hacía las tareas, cuando se quedaba dormido, para que saque buenas notas. Por la mañana le echaba su gomina para que vaya bien peinado, le ponía sus gotas de colonia, le amarraba los zapatos y salía corriendo todos los días para dejarlo en el colegio o para regresarlo a casa. Fines de semana corrían a Talara. Y fiesta que había era fiesta a la que lo llevaba corriendo. Por eso, para su cumpleaños era la que más se alistaba.

El piso está rojo, reluciente, bien embarrado con cera y lustrado. Víctor, el dibujante de la familia, hizo los consabidos carteles de “feliz cumpleaños” con la figura del conejo de la suerte, puso los globos colgando de las pareces. Juan ya armó el tocadiscos y selecciono la música. No se quién fue a buscar el flash descartable para las fotos. Mamá pidió a la vecina que haga la torta en forma de carrito y vino la vecina con un cosa que parece una súper jeringa y escribió su nombre.

El reloj sigue dando vueltas y nadie se aparece. La música se desperdicia, no lo puede creer.

¡Quiero bailar!

Arranca solo, se pasea por toda la sala como si fuera la pista de baile más grande de todo Talara. Ensaya los pasos de baile como cuando toca las maracas en la estudiantina del colegio. Y allí está dando vuelta, saltando como loco, mientras sus hermanos lo miran detrás de la cortina y se ríen de verlo bailar solito. Se da cuenta que lo espian, se sienta disimuladamente y esperaba a que esos ojos se esfumen para seguir bailando. Es su cumpleaños y cuando hay cumpleaños hay que bailar, porque: ¡El que no baila, no come!

Uf! qué calor. Algo le esta dando, ¡Mamá me duele la barriga! Y estos que no vienen a su fiesta. Ya es la hora, les dije que estén a la hora. ¿Pobrecito será que está ojeado? ¡Capaz que lo miró la vecina que tiene un ojo...! ¡Hay que rezarlo, para que este bien en su fiesta!

La abuela Peto, con su jabón de barra sin usar, le soba el cuerpo, y reza y reza. Un rato después empieza a bostezar, pero no deja de mover la boca. Sí, está bien ojeado el pobrecito. ¿No habrá un huevo fresco por casualidad?, eso es más efectivo. Y sigue rezando, y haciéndome cruces sobre la barriga. Ay! si esta bien ojeado, hasta me empezó a doler el brazo. Sí esta ojeaaaado! dice y abre la boca. De nuevo el bostezo.

La abuela suda y se va quedando dormida... y luego sigue, dale que dale con el rezo. Trae un vaso con agua. Vamos a ver qué tiene. Rompen el huevo y lo vierten en el vaso. Siiii, está ojeado -dice Mirtha- miren el altar. ¿El altar? En verdad lo que se ve es que la yema está casi roja y se ve como un sol en medio del agua, la clara casi se disuelve pero se ve como un enorme velo de novia flotando en el viento. Ese es el altar que ve Mirtha y abre los ojos como si viera allí todas las respuestas. Felizmente no le dimos la “contrita”, la pastilla para la fiebre, es mejor sacarle primero el mal de ojo y después darle la medicina. Está bien ojeado. Mejor que se acueste un ratito para que le pase la fiebre.

Ya su conjunto de pantalones cortos y chaleco están húmedos de sudor, del baile y de la fiebre, ya lo rezaron, ya lo curaron el mal de ojo, el talco se le esta haciendo como bolitas blancas de sudor, sus zapatos y sus medias blancas se mancharon de rojo con la cera de la sala, y nadie llega. No van a venir, nadie bailará con él.

Está feliz, es su cumpleaños. Debiera estar feliz porque es el día de bailar en su fiesta, pero nadie viene, y los ojos se le están cayendo. Su mamá siempre le decía que había algo en él que brillaba, que había nacido con estrella y que siempre caería parado. Pero a puertas de una fiesta fracasada creo que terminará tirado en su cama.

Felizmente llegó el primero. Felipe el de las zapatillas de fútbol con cocos, para que no se hundan en el gras, el último grito de la moda. ¿Qué gras? Dónde hay gras en una ciudad tan árida como Piura. Además, este no era un partido de fútbol era un cumpleaños. Pero no importa, es el primero y ya los demás están llegando a su cumpleaños número 2. No, ese fue en el cumpleaños número 11. No importa, da lo mismo, todos los cumpleaños fueron iguales, todos tuvieron la misma ansiedad para él, pero ahora es tiempo de celebrar y no hay que hacer esperar a los invitados.

Vuelto a la vida, quizá por la magia de la abuela, quizá por la presencia de esos niños que lo inundan todo de bullicio, irreverencia e inocencia, vuelta la armonía, las cosas vuelven a su sitio. A veces la gente si llega y llega para él. Y entonces siente un arco iris brillando desde adentro. La sangre fluye y los corazones se despejan en medio de una cumbia bien movida, en medio de una veitena de niños alborotados que ya ven llegar las fuentes de caramelos y galletitas de animalitos. Y por fin las sonrisas aparecen en un rostro que a veces parece preguntarse qué es lo que pasa.

El baila, yo miro las fotos de las fiestas infantiles y veo un niño con fiebre, justo el día de su cumpleaños, aferrado siempre al borde de su chalequito celeste, al lado de un payaso enorme que se yergue sobre la torre final de una torta que dice su nombre.

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21 agosto 2006

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"Me quedo contigo"



Llegaba media hora antes para retirar los discos de la discoteca que ya los había soñado la noche anterior mientras pensaba en Lucy. Llegaba y la cabina de la radio se inundaba de perfumes y olores, Arturo matizaba con ellos la pinta de novio eterno bien engominado para domar sus pelos lacios, camisa de raya de cuello con botones en las puntas para que no se desarme, pantalones bien amarrados con una correa de cuero y los zapatos lustrados desde la noche anterior como cuando preparaba su uniforme para ir al colegio.

Llegaba, se instalaba frente a la consola Ampro, ordenaba sus cuñas sobre la cassetera de auto rebobinado, quitaba los carretes de la reproductora de cinta abierta, ubicaba bien su micro y entonces lanzaba la cuña de presentación de la radio. pp...paf...“Me quedo contigo”... al despertar la noche... “Me quedo contigo” en Cutivalú. pp... se disuelve. Cutivalú, el viejo cacique tallán de la comunidad de Catacaos no conoció la radio por los años 1500 o 1600 y sin embargo, hubiera gustado de estos amores radiofónicos.

Y entonces arrancaba Arturo, cerraba los ojos y al cerrarlos el corazón se le salía por la boca convertido en lindas palabras y la radio se llenaba de palabras bonitas, de amores de siempre pero con corazones nuevos, con olores nuevos, solo abría los ojos para mirar la imagen de Lucy y los volvía a cerrar para que la Lucy de sus amores le inunde el alma y le brotara por la boca. Los cachetes se le inflaban y a veces cogían rubor, los ojos se le hacían chinitos y chiquitos, como el vals, lanzaba una canción se paraba, levantaba los brazos y gritaba: ¡¡¡No!!!! Y se reía solo, como disfrutando placeres que le son negados a los demás.

El micrófono se estremecía, aquella pasión lograba la complicidad de Leo Marini, la voz que acaricia, que se esmeraba en cantar con toda el alma, Nelson Pinedo sacaba lo mejor de su repertorio, las agujas de la consola se rompían en cada esfuerzo pero se levantaban nuevamente para acariciar los acetatos y hacerlos cantar, la antena tensaba sus vientos para no caerse rendida de tanta pasión, y las ondas de la radio salían proyectadas al viento como cantos desesperados.

Del otro lado del micro habían quienes también cerraban los ojos y se animaban a lanzar suspiros, piuranos románticos que se cortaban las venas con cada bolero cantinero chupando porque la novia se fué o porque volvió, piuranas enamoradas que suspiraban por sus novios amantes, piuranas solteronas que aprovechaban para soñar con Arturo e inventarlo a su manera, rubio, alto, delgado, o moreno, zambo, fortachón, o simplemente con el rostro del vecino de la esquina, el que nunca se animó a dar un paso adelante. . Y pasa lo que siempre pasa en la radio: cada quien le pone rostro a la voz y a las palabras.

Otros, como mi padre que siempre escuchaba el programa para criticar al gordo Arturo, para comprobar si sabía o no de música, para ver si entraba o salía a tiempo, sí dijo bien el año en que fulano de tal canto tal canción.

Salía de la cabina, lo mirábamos, Arturo no salía de su éxtasis, esperábamos para ver que pasaba, un silencio, y entonces Arturo gritaba, ¡no flaco! ¡no!, y nos reíamos a carcajadas. Había terminado el programa, hora de cerrar la programación, la consabida oración de cierre, después el himno nacional y las trompetas triunfantes de la radio y luego el silencio.

Lo escuchaban por todos lados, en la ciudad: aquellas personas que huían de las telenovelas, por no ahogarse con tanta lágrima, los bodegueros que sabían que con Arturo a las 10 debían cerrar el negocio, lo guardianes nocturnos, las novias, las novias frustradas y las que soñaban serlo, los románticos, y los que querían calentar el ambiente para que la jornada nocturna no sea tan aburrida y rutinaria. Hasta nos enteramos y fuimos testigos de excepción que en el burdel de la ciudad, en el 7, “Me quedo contigo” era el programa de mayor éxito.


Si la hubiera visto en la calle hubiera dicho que ese hombrecito se veía bien femenino, pero en realidad era Lucha vestida con la ropa de su hijo. Pantalón de jean azul, polo negro manga larga, lentes oscuros, el cabello amarrado y una gorra también negra como de jugador de béisbol. Hagamos un programa sobre las enfermedades venéreas, decía Lucha a Hernando Cevallos que era el médico del típico consultorio de la radio, pero que tenía tanta pegada y tantas llamadas en cada hora de programación.

Hernando, un médico con acento piurano y argentino a la vez heredado de su época universitaria en rosario, no le quitó el cuerpo al asunto. ¿Cómo se te ocurre que podemos hacerlo?

Lo teníamos todo bien planeado: entrar en un burdel con una mujer vestida de hombre, con un médico, era de locos.

Ya saben los riesgos que uno corre cuando se enfrenta a la cabrona o al caficho y sus secuaces. Le pedí a Juan, mi hermano, que nos llevara en el carro, claro que lo pensó montones de veces antes de decir que sí. No porque no conociera el lugar o por que tuviera prejuicios morales, pero meterse con los cafichos podría provocar un verdadero puterío. Nos esperó todo el tiempo con el motor encendido en la puerta para salir corriendo si era necesario, y cuando por fin pudimos salir lo vimos guardar la llave de ruedas, respirar profundo, poner primera casi sin pensar y salir disparado de ese disparate que habíamos llevado a cabo.

Entramos, nadie reparó en Lucha, eso era una cosa rara pero a nadie le importaba, de vez en cuando se paraba en un esquina y arqueaba las piernas y se rascaba como si tuviera huevos, su atuendo incluía un cigarrillo que agarraba con las yemas de dos dedos y los otros tres los tiraba hacia arriba coquetonamente, y botaba el humo por la boca como si tuviera un pico. No Lucha así no, coge de otra manera el cigarro, no exageres al botar el humo. Ella otra vez en la esquina y se rascaba los huevos, salvo por los demás detalles, por lo menos en este era inconfundiblemente masculina.

Cruzar la puerta no fue difícil, ya estábamos adentro. Algo en el ambiente me parecía conocido, me sonó a una historia de inauguración oficial de la que no pude escapar alguna vez en este prostíbulo tan de mala muerte, pero tan concurrido. Recordé la vez que, llevado para que dejara de oler a leche, entré al burdel como queriendo y no queriendo, pero abriendo bien los ojos para no perderme nada.

Entre las pocas luces, el humo de cigarro, las habitaciones oscuras, las paredes sucias y las luces de colores, podían distinguirse mujeres, que entre otras cosas pugnaban por dejar intacta su dignidad aunque tuviesen que abrir las piernas al mejor postor. Varias jovencitas. Más de una se veía como que ya había perdido la esperanza de una buena casa o el negocio y solo les quedaba seguir a pesar de los años. Otras mostraban las carnes sueltas, las ojeras de noches pasadas, y sin estar cerca podías oler el tufo del varios cigarros en concierto, pero habian filas, es verdad, de parroquianos arrechos y necesitados de un cierto alivio. En fin, nunca falta un roto para un descosido, como dice mi madre.

Decidimos ir a la puerta de una de las chicas que estaba sin gente. Nos acercamos. ¿Tres? ¡Están locos! ¡Ustedes son degenerados, idiotas!, no nos dio tiempo a decir nada, solo cerró su puerta y se protegió en su cuartito, se escondió tan apresurada que se llevó de encuentro en su fuga la lavacara de porcelana y la jarra de agua que tenia al lado de la puerta.

Insistimos con una segunda. Otra que nos tira la puerta por degenerados. Hernando decidió lanzarse solo, le dijo a una de ellas que no quería hacer nada solo conversar, que éramos de la radio. Raquel lo miró con desconfianza, nos miró a nosotros con más desconfianza, le enseñamos la grabadora y por fin accedió. ¿Cutivalú? ¡Ah! La de “Me quedo contigo”. Sus ojos tiernos descansaron un poco, nos hizo pasar y cuando Lucha se quitó la gorra y los lentes, Raquel no lo podría creer, y cómo has entrado?

Después de pasar del susto al asombro, Raquel nos dio todo su tiempo para hablar con la mayor naturalidad. Yo no quiero que nadie me salve, nosotros podemos pelear por nosotras mismas. Trabajar aquí es la mejor manera que tengo de guardar dinero, intenté montones de cosas y ninguna funcionó, además yo decido con quien me acuesto. ¿Cuántos abogados hay que son taxistas? ¿Quién les dice nada? ¿Cuántos economistas venden en el mercado? ¿Cuántos trabajan en cosas que no les gusta?, esta es una opción como cualquier otra. ¿Cuántos políticos hay que se venden a cualquiera y viven bien con eso? Nosotros tratamos de cuidarnos los que no se cuidan son los clientes que vienen, no les gusta con preservativos, ese sí es un problema. Para mi hija yo trabajo limpiando oficinas por la noche, cuando ya no hay nadie trabajando salgo yo a limpiar. Mi vecina de al lado trabaja en la baja policía barre las calles de noche. Mi vecina del frente trabaja en un circo, por eso usa panties de colores y calzones de encajes y todas las noche tiene una función. Hay un tipo que quiere que viva con él, me da todo, pero yo prefiero juntar mi plata para no tener que depender de nadie.

¿Lo van a sacar por la radio? ¿Cuándo sale? quiero escucharlo y que mis amigas lo oigan. Solo digan que me llamo Raquel. No, no tienen nada que pagarme, yo quise hablar con ustedes. Salgan con cuidado y rápido, porque las chicas me van a preguntar, jajaja ¡Con tres a la vez! Me dicen la huachana, pero yo soy de Chimbote. Todas las noches escuchamos “Me quedo contigo”. Sí, con Arturo Chira.

Salimos casi corriendo. Guardar la llave de ruedas, respirar profundo, poner primera casi sin pensar y salir disparado fue lo que hizo Juan.

Y allí estaba Arturo poniendo en ambiente esta sórdida casa de amor. “Me quedo contigo”, embriagado de un no se qué que olía a boleros, a la pasión arturiana por Lucy, era esa energía que también se paseaba por esos lares convertida en canción. El idilio de Arturo convertido en programa de radio alimentaba las noches piuranas de amor a la carta.

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21 marzo 2006

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Cuesta abajo



Le pedían a la noche que los protegiera de las miradas indiscretas de algún vecino preocupado por las vidas ajenas. Cerraban las cortinas para que nadie los viera. Afuera quedaban el parque, el columpio, y el algarrobo que se trepaba por encima del techo.

El tango era la melodía que ligaba los cuerpos. Sonaba y entonces los disponía a ronronear con armonía por cada centímetro cuadrado de piso, como si quisiera comprobar hasta dónde sus huellas conocían de memoria las dimensiones de la sala.

Y entonces así, en la mitad de la noche, se entrelazaban los brazos, se sujetaban con fuerza, enredaban las piernas en un ritmo suave pero macho, cadencioso, sus rostros se juntaban y mientras bailaban, de una radiola recién estrenada un tal Gardel entonaba su canto.

Me imagino a mamá bailando muy seria, mirando al costado para que nadie se entere que eso de bailar apretaditos le gustaba. Él, pequeño, se acomodaba en el hombro de ella y apretaba. Ella, más grande que él, pero más flaca, se dejaba llevar. Cuando se casaron Mercedes era más pequeña. Tenia apenas 18 años y él había pasado recién los 22. Me imagino que se casó cuando todavía no terminaba de crecer, era una niña.

Y entonces, venga otro tango. Buenos Aires quedaba lejos, más de cinco mil kilómetros de distancia de Talara. Pero desde el corazón porteño llegaban notas y melodías, letras y cantos que delatan todas las desgracias del destino a las que están condenados los más sublimes romances que pueden existir en este mundo: las historias a las que están expuestas aquellas personas que deciden dejar de ser felices para enamorarse.

Juan Mendoza prácticamente no tuvo papá por que don Liberato Mendoza dejó la policía y esta vida cuando su hijo tenía apenas 3 años. Pero tenía una familia, una esposa, hijos, casa, todo. Lo tenía todo y había empezado como en todas las historias de los pueblos: desde abajo.

A los 15 caminaba una a una las calles de la ciudad, escondiéndose detrás de un pañuelo que le cubría desde los pómulos hasta el cuello y una gorra que solo le permitía revelar ojos y cejas, como el llanero solitario. Sólo que en este caso no había caballo, tenía que andar todo a pie, tampoco había pistolas, tenía una escoba, un recogedor y una carreta. Al año siguiente pasó al almacén en el hospital, y finalmente en la refinería como operador. Para entonces ser petrolero ya era toda una historia y un orgullo.

En el camino quedan los recuerdos de un estallido en los calderos, el rostro y el cabello chamuscados, las horas de intenso dolor que alguna vez, de pronto, se hacen presente. Sobretodo cuando el sol arrecia, cuando los labios se le vuelven a sancochar como en ese momento en el que solo atinó a correr al grifo y tratar de librarse del ardor con el agua.

Mientras mi padre acurrucaba su frente en el hombro de su compañera eterna, en la habitación del fondo las historias de mi hermana dormían a duras penas y los ronquidos de la abuela competían con los ruidos de la cocina. Esa cocina permanecía encendida, día, tarde y noche. Más barato era tenerla encendida todo el día que gastar en fósforos. Total si el gas no cuesta nada - decía la abuela - además hace frío. Y entonces levantaba los más posible la llama para que casa permaneciera calientita. Una cosa normal por esos tiempos en una ciudad petrolera como Talara, donde las cañerías de gas competían con las del agua. La abuela Peto, era hincha de la crema Nivea, y vieja clienta de los chicles “Sour”, seguidora de los Testigos de Jehová pero devota hasta los tuétanos de la Melchorita, una beata chinchana a punto de hacerse santa por estos tiempos.

En la otra habitación rondaba el espíritu ganador del Atlético Torino y la final de la Copa Perú, el campeonato amateur de fútbol. Víctor buscaba entre sus fantasías nocturnas la manera de hacer una plantilla para pintar en su camiseta el logo del Torino con la T de Talara y Juan Liberato no dormía, ya celebrara el triunfo con sus amigos por adelantado, guitarra en mano y al más puro estilo talareño: chupando.

¿Y yo? Yo ni me acuerdo. Creo que dormía en el cuarto de la abuela, siempre asustado hasta tiritar con los temblores y anuncios guerras: presiento que me voy a morir, decía y me echaba a llorar. Aún hasta grande corría al cuarto de mis hermanos a buscar refugio cuando mis temores me asaltaban.

Mendoza estaba borracho, ebrio, mamao, “bien cagao de la gaviota” como suele decir él cuando ya no tiene ni ánimo, ni fuerza para pararse, cuando todo le da vuelta. Aquella noche se tomó todo. Y aunque eran las dos de la mañana Fabián que apenas se aferraba a sus tres años, lo miraba sin saber que hacer con aquel borracho muy parecido a su abuelo. Solo atinó a sentarse al lado y a contemplarlo con sus ojitos chinos, que se manifiestan por encima de sus cachetes regordetes. Para entonces no le había crecido la nariz.

Al lado de los dos, la radiola Philips de madera que casi ocupaba toda la sala y sonaba como para darle fiesta a todo el barrio. Y la infinidad de los discos de acetato donde Gardel, apabullaba a Willy Colón, Los compadres, Capablanca, Beatles y compañía. Juan Mendoza, seguía ocupado en sus ilusiones pasadas. Gardel cantaba en la radiola y el espíritu porteño se encontraba a la distancia con su par talareño. Claro que en Talara no hay un Palermo ni un Puerto Maderos, ni un mar dulce como el Río de Plata, pero eso a quién le importa cuando uno quiere mamarse.

Mi padre, volvió al pasado que añoraba, no soportó rebobinar la historia y repasar los días. Y de pronto, quién sabe qué suerte de tristeza le invadió en el alma, dio un grito: “¡Por qué se tuvo que morir Gardel!” Y soltó el llanto como yo nunca lo había visto. Todos nos miramos asustados, no sabíamos qué había pasado. Lloraba mi padre por la muerte de Gardel. Era un día de los 80 o por allí, no era junio y el zorzal criollo ya tenía a esas alturas 40 y pico años de muerto. Pero allí estaba él llorando amargamente por la muerte del cantante.

Fabián miraba al abuelo, sus ojitos le bailaban, miraba también a su abuela, mi madre, que sonreía mientras sus ojos se posaban en su marido con ternura y pena a la vez. Fabián miró a su mamá, pero Mirtha no le tomó atención, estaba entusiasmada contándole alguna de sus nuevas historias a su marido. Y entonces, desconsolado, Fabián abrazó a su abuelo y se puso a llorar también.

¿Fabián por qué lloras?
¡Porque se murió Gardel!

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11 enero 2006

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Araña negra

Era delgada. No era alta, era larga. Vieja, negra, cabeza blanca y cabellera enmarañada, su mirada a medio párpado y sus ojos vidriosos chiquitos. Miraba hacia lo desconocido y comía un plátano de seda como quien ya comió unos cuantos bananales en su vida.

Sentada, como una araña, con los brazos casi colgando por el respaldo, una pierna apoyada en un banquito y la otra como si se quisiera escapar.

Recostada, tendida, en su silla de madera con un pequeñito toldo -casi paraguas- para protegerse del sol. Sus manos eran largas y sus dedos también largos y flacos.

De vez en cuando la negra araña levantaba sus brazos para espantar unas cuantas moscas que merodean entre sus cocadas, colocadas sobre la mesa en filas perfectas y por colores. Había 6 vendedoras de cocadas pero ninguna me llamó tanto la atención como ella.

Al llegar al Terminal de buses sólo la miré de reojo y puse la atención en las cocadas. Me acerqué mientras mi hermano entraba a preguntar horas y precios para la salida a Machala y a Quito, una voz a la vez aguda y ronca me invitaron a mirarla a los ojos. Eran unos ojos chiquitos, húmedos, grises, de los que se quedan pegados a los tuyos, de los que los miras y empiezas a escuchar voces, quizá tus propias voces, no lo sé.

No sé que me hizo sudar más si el calor de la ciudad o esa mirada. Me sonreí, qué más podía hacer, me di vuelta y volví con Juan. Ya los pasajes están comprados, el iría a Machala y yo iría a Quito. Se acababa su aventura con el pepino de mar y se acababa mi búsqueda de fin de semana en Esmeraldas.

Volví nuevamente, la araña me atrapó con sus redes. Volví y esta vez a mirarla con detenimiento. La vi vieja, muy vieja, muy flaca, con un vestido que alguna vez fue azul de bolas blanca. Había dejado de comer plátano.

Sus manos y sus brazos me parecieron más largos todavía y el bullicio de la plaza y el calor parecían no afectarle. Era como si llevara colgado al pecho un amuleto contra la angustia. Parecía tener todo el tiempo del mundo para sí, parecía vacunada contra nerviosismos y agobios, parecía saber perfectamente por donde cruzaba la línea que divide lo bueno de lo malo, lo esencial de lo intrascendente, lo real de lo irreal, lo sublime de lo perverso, y allí estaba, vendiéndome su habilidad para escoger y separar las buenas de las malas cocadas.

Saqué una moneda y se la di, me dio dos cocadas. Ella también me dio una moneda de vuelta. Lo hizo todo sin perder su estilo de araña tendida en la silla de madera. La miré una vez más. Tome, dije y le regresé el cambio. ¿Qué? ¿Le doy dos cocadas más? No, quédese con esa moneda. Llévese dos cocadas más, están ricas. No, sólo deséeme suerte, nada más.

Ahora si dejo de lado su estilo, se incorporó, realmente era larga, me pareció inmensa. Ahora ella me miró, se alegró, dijo unas cuantas cosas que me sonaron a buena vibras, a buenos deseos, yo volví a escuchar esas voces que había escuchado antes, la primera ves que la mire a sus ojos pequeños y húmedos.

La negra pegó un silbido, y la flaca de las cocadas de la esquina vino corriendo. Quizá corría con dificultad la negra jovencita, en realidad creo que le faltaba el aire, que los pantalones le apretaban mucho y no la dejaban respirar. La escuchó me miró, se amarró el polo arriba de la cintura, cogió la moneda, se sacó las sandalias y salió corriendo.

Subí al bus después de ver a Juan partir en otra dirección. Llevaba una sonrisa pintada en el rostro. Había satisfacción en él, también en mí. Habernos juntado en otro país, en un lugar prácticamente desconocido, impensable para ambos, a miles de kilómetros de casa. Me acomodé para aguantar mis seis horas de viaje de retorno. Traté de amarrarme el pelo. No pude, lo dejé suelto. Miré de reojo por el bus y la negra jovencita regresaba nuevamente corriendo y agitada como al principio, y le dejó un papel. Vi a la vieja negra, a la que volvió a recostarse en su silla de madera como una araña, echándose la bendición tres veces con un boleto de lotería. Me devolvió la mirada y me pareció ver un ligero brillo en sus ojos.

Pepe, enero 2006

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En una caja de zapatos


-En una caja de zapatos
-¿En qué?

Tu llegaste en una caja de zapatos -me decía la abuela Camacho-, mientras las arrugas brotaban a lo largo y ancho de su cara y por todo el cuello, y los brazos parecían estar prendados de un vestido de una talla más grande y colgaba por todos lados, como que se le caía la piel. Lo ojos claros, húmedos, sin prisa para parpadear, sin aprehensiones para mirar, como si ya lo hubiesen visto todo.

En la puerta te encontré y la vecina Mechita me rogaba:
-¡Vecina démelo¡ ya mis hijos están grandes y usted esta vieja, para qué quiere un bebito.

Con las justas entrabas en la caja de zapatos allí te encontré.

Mi caja de zapatos, acrílico, 2002, de Daniela Navarro


Me seguía mirando y se reía como si escondiera entre sus dientes postizos una vieja risa de niña, tantas veces ensayada y pocas veces mostrada en su niñez.
Se sentaba me daba una naranja y yo la seguía mirando mientras cogía mi lata de comidas. Siempre le llevaba los desperdicios que ella usaba criar a los animales que criaba en el patio interior de su casa. Mi balde de comidas se convertía en una naranja, un plátano bien mosqueado, un pan dulce bien tieso o unos cuantos dulces de leche.

¿Yo le creía? No sé, pero ella se divertía con las intrigas y con mi cara de medio ingenuo medio incrédulo. ¿En una caja de zapatos? ¿A mi no me trajo la cigüeña? No, las cigüeñas no traen a los niños en cajas.

En medio de todo la miraba a ver si en algún momento la abuela era capaz de soltarme la verdad. Nunca lo hizo, debió pensar que era muy pequeño para eso, que no lo entendería. La abuela lo sabía por vieja.

A esas alturas extrañaba ya al abuelo Camacho, al que por sus últimos días de vida salía todas las mañanas a las 5 de la mañana en busca de la mujer que pasaba en un carro tirado por 4 caballos.

Mientras llegaba la susodicha el abuelo se divertía a esa hora barriendo la calle, toda la cuadra si era posible y terminaba cuando salía el sol.
Dionisio Camacho siempre andaba con sus ojos grandes hundidos y pegados al hueso, escasos de piel, con una gorra gris sin visera para tapar la pelada blanca y cana de sus cuatro pelusas, su camisa blanca remangada, sus sandalias, y una escoba.

Corría detrás de la mujer del carro tirado por cuatro caballos. Doblaba la esquina, cruzaba el callejón y se perdía por la Calle Kennedy.

Eran tal para cual. Dionisio Camacho y Maria Álamo. La Mariquita, como le decían sus hijos, siempre recordaba sus días mozos, días en que dejó su casa para irse con Dionisio a Talara, a trabajar en la tierra petrolera. Escondida en los vagones del tranvía para que nadie se diera cuenta. Miraba por una rendija y aguaitaba si venia alguien, no vaya a ser que nos bajen del tranvía, decía la abuela.

-Todavía me acuerdo, decía la abuela Camacho, y seguía mascando una goma de mascar que era interminable, y que se alargaba como sus años.
-Todavía me acuerdo, y se rascaba la cabeza, me acuerdo que nos decían “los zorros” cuando llegamos a Talara.

¿”Los zorros”? ¿Por qué? Porque no teníamos a donde llegar, no podíamos entrar en la población sin permiso de la empresa y entonces tuvimos que quedarnos a vivir en unas cuevas que había en los cerros, como zorros. Y entonces soltaba una risa sorda, quizá sonora hacia adentro porque hacia afuera era casi un ronquido.

Otra vez no sabía si me decía la verdad o me tomaba el pelo. Otra vez no sabia qué maquinaba esa cabecita blanca de la Mariquita, que ya casi pisaba los 90 con sus pantuflas de lana a cuadritos. Andaba un poco, jadeaba otro tanto, se sentaba, se sobaba los brazos, buscaba en sus palmas las historias de sus años, escuchaba un pasillo y entonces se acordaba de Dionisio, el que un día dejo su escoba salió corriendo detrás de la mujer del carro tirado por cuatro caballos y nunca más regresó, porque después de esa carrera no le quedó más aliento para vivir.

¿Por qué llora? Así es cuando escucha pasillos, me decía Clancia, su hija.
¿Qué te recuerda? ¿Qué cosas que no te atreviste a hacer hacen que sufras?
La abuela arrugaba la cara como si fuese a gritar, pero el grito no salía para nada, otra vez se quedaba adentro y solo salía otro ronquido sordo.
¿Qué historias de Dionisio y tú extrañas en ese llanto?
¿Qué alegrías se te fueron con el tiempo y que penas se te hicieron carne?
Parecía que nunca iba a acabar.

¿Qué hiciste con el niño de la caja de zapatos?
Me dio pena y se lo di a la vecina, jejeje.



Pepe, enero 2006

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