11 enero 2006

Araña negra

Era delgada. No era alta, era larga. Vieja, negra, cabeza blanca y cabellera enmarañada, su mirada a medio párpado y sus ojos vidriosos chiquitos. Miraba hacia lo desconocido y comía un plátano de seda como quien ya comió unos cuantos bananales en su vida.

Sentada, como una araña, con los brazos casi colgando por el respaldo, una pierna apoyada en un banquito y la otra como si se quisiera escapar.

Recostada, tendida, en su silla de madera con un pequeñito toldo -casi paraguas- para protegerse del sol. Sus manos eran largas y sus dedos también largos y flacos.

De vez en cuando la negra araña levantaba sus brazos para espantar unas cuantas moscas que merodean entre sus cocadas, colocadas sobre la mesa en filas perfectas y por colores. Había 6 vendedoras de cocadas pero ninguna me llamó tanto la atención como ella.

Al llegar al Terminal de buses sólo la miré de reojo y puse la atención en las cocadas. Me acerqué mientras mi hermano entraba a preguntar horas y precios para la salida a Machala y a Quito, una voz a la vez aguda y ronca me invitaron a mirarla a los ojos. Eran unos ojos chiquitos, húmedos, grises, de los que se quedan pegados a los tuyos, de los que los miras y empiezas a escuchar voces, quizá tus propias voces, no lo sé.

No sé que me hizo sudar más si el calor de la ciudad o esa mirada. Me sonreí, qué más podía hacer, me di vuelta y volví con Juan. Ya los pasajes están comprados, el iría a Machala y yo iría a Quito. Se acababa su aventura con el pepino de mar y se acababa mi búsqueda de fin de semana en Esmeraldas.

Volví nuevamente, la araña me atrapó con sus redes. Volví y esta vez a mirarla con detenimiento. La vi vieja, muy vieja, muy flaca, con un vestido que alguna vez fue azul de bolas blanca. Había dejado de comer plátano.

Sus manos y sus brazos me parecieron más largos todavía y el bullicio de la plaza y el calor parecían no afectarle. Era como si llevara colgado al pecho un amuleto contra la angustia. Parecía tener todo el tiempo del mundo para sí, parecía vacunada contra nerviosismos y agobios, parecía saber perfectamente por donde cruzaba la línea que divide lo bueno de lo malo, lo esencial de lo intrascendente, lo real de lo irreal, lo sublime de lo perverso, y allí estaba, vendiéndome su habilidad para escoger y separar las buenas de las malas cocadas.

Saqué una moneda y se la di, me dio dos cocadas. Ella también me dio una moneda de vuelta. Lo hizo todo sin perder su estilo de araña tendida en la silla de madera. La miré una vez más. Tome, dije y le regresé el cambio. ¿Qué? ¿Le doy dos cocadas más? No, quédese con esa moneda. Llévese dos cocadas más, están ricas. No, sólo deséeme suerte, nada más.

Ahora si dejo de lado su estilo, se incorporó, realmente era larga, me pareció inmensa. Ahora ella me miró, se alegró, dijo unas cuantas cosas que me sonaron a buena vibras, a buenos deseos, yo volví a escuchar esas voces que había escuchado antes, la primera ves que la mire a sus ojos pequeños y húmedos.

La negra pegó un silbido, y la flaca de las cocadas de la esquina vino corriendo. Quizá corría con dificultad la negra jovencita, en realidad creo que le faltaba el aire, que los pantalones le apretaban mucho y no la dejaban respirar. La escuchó me miró, se amarró el polo arriba de la cintura, cogió la moneda, se sacó las sandalias y salió corriendo.

Subí al bus después de ver a Juan partir en otra dirección. Llevaba una sonrisa pintada en el rostro. Había satisfacción en él, también en mí. Habernos juntado en otro país, en un lugar prácticamente desconocido, impensable para ambos, a miles de kilómetros de casa. Me acomodé para aguantar mis seis horas de viaje de retorno. Traté de amarrarme el pelo. No pude, lo dejé suelto. Miré de reojo por el bus y la negra jovencita regresaba nuevamente corriendo y agitada como al principio, y le dejó un papel. Vi a la vieja negra, a la que volvió a recostarse en su silla de madera como una araña, echándose la bendición tres veces con un boleto de lotería. Me devolvió la mirada y me pareció ver un ligero brillo en sus ojos.

Pepe, enero 2006

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