11 enero 2006

En una caja de zapatos


-En una caja de zapatos
-¿En qué?

Tu llegaste en una caja de zapatos -me decía la abuela Camacho-, mientras las arrugas brotaban a lo largo y ancho de su cara y por todo el cuello, y los brazos parecían estar prendados de un vestido de una talla más grande y colgaba por todos lados, como que se le caía la piel. Lo ojos claros, húmedos, sin prisa para parpadear, sin aprehensiones para mirar, como si ya lo hubiesen visto todo.

En la puerta te encontré y la vecina Mechita me rogaba:
-¡Vecina démelo¡ ya mis hijos están grandes y usted esta vieja, para qué quiere un bebito.

Con las justas entrabas en la caja de zapatos allí te encontré.

Mi caja de zapatos, acrílico, 2002, de Daniela Navarro


Me seguía mirando y se reía como si escondiera entre sus dientes postizos una vieja risa de niña, tantas veces ensayada y pocas veces mostrada en su niñez.
Se sentaba me daba una naranja y yo la seguía mirando mientras cogía mi lata de comidas. Siempre le llevaba los desperdicios que ella usaba criar a los animales que criaba en el patio interior de su casa. Mi balde de comidas se convertía en una naranja, un plátano bien mosqueado, un pan dulce bien tieso o unos cuantos dulces de leche.

¿Yo le creía? No sé, pero ella se divertía con las intrigas y con mi cara de medio ingenuo medio incrédulo. ¿En una caja de zapatos? ¿A mi no me trajo la cigüeña? No, las cigüeñas no traen a los niños en cajas.

En medio de todo la miraba a ver si en algún momento la abuela era capaz de soltarme la verdad. Nunca lo hizo, debió pensar que era muy pequeño para eso, que no lo entendería. La abuela lo sabía por vieja.

A esas alturas extrañaba ya al abuelo Camacho, al que por sus últimos días de vida salía todas las mañanas a las 5 de la mañana en busca de la mujer que pasaba en un carro tirado por 4 caballos.

Mientras llegaba la susodicha el abuelo se divertía a esa hora barriendo la calle, toda la cuadra si era posible y terminaba cuando salía el sol.
Dionisio Camacho siempre andaba con sus ojos grandes hundidos y pegados al hueso, escasos de piel, con una gorra gris sin visera para tapar la pelada blanca y cana de sus cuatro pelusas, su camisa blanca remangada, sus sandalias, y una escoba.

Corría detrás de la mujer del carro tirado por cuatro caballos. Doblaba la esquina, cruzaba el callejón y se perdía por la Calle Kennedy.

Eran tal para cual. Dionisio Camacho y Maria Álamo. La Mariquita, como le decían sus hijos, siempre recordaba sus días mozos, días en que dejó su casa para irse con Dionisio a Talara, a trabajar en la tierra petrolera. Escondida en los vagones del tranvía para que nadie se diera cuenta. Miraba por una rendija y aguaitaba si venia alguien, no vaya a ser que nos bajen del tranvía, decía la abuela.

-Todavía me acuerdo, decía la abuela Camacho, y seguía mascando una goma de mascar que era interminable, y que se alargaba como sus años.
-Todavía me acuerdo, y se rascaba la cabeza, me acuerdo que nos decían “los zorros” cuando llegamos a Talara.

¿”Los zorros”? ¿Por qué? Porque no teníamos a donde llegar, no podíamos entrar en la población sin permiso de la empresa y entonces tuvimos que quedarnos a vivir en unas cuevas que había en los cerros, como zorros. Y entonces soltaba una risa sorda, quizá sonora hacia adentro porque hacia afuera era casi un ronquido.

Otra vez no sabía si me decía la verdad o me tomaba el pelo. Otra vez no sabia qué maquinaba esa cabecita blanca de la Mariquita, que ya casi pisaba los 90 con sus pantuflas de lana a cuadritos. Andaba un poco, jadeaba otro tanto, se sentaba, se sobaba los brazos, buscaba en sus palmas las historias de sus años, escuchaba un pasillo y entonces se acordaba de Dionisio, el que un día dejo su escoba salió corriendo detrás de la mujer del carro tirado por cuatro caballos y nunca más regresó, porque después de esa carrera no le quedó más aliento para vivir.

¿Por qué llora? Así es cuando escucha pasillos, me decía Clancia, su hija.
¿Qué te recuerda? ¿Qué cosas que no te atreviste a hacer hacen que sufras?
La abuela arrugaba la cara como si fuese a gritar, pero el grito no salía para nada, otra vez se quedaba adentro y solo salía otro ronquido sordo.
¿Qué historias de Dionisio y tú extrañas en ese llanto?
¿Qué alegrías se te fueron con el tiempo y que penas se te hicieron carne?
Parecía que nunca iba a acabar.

¿Qué hiciste con el niño de la caja de zapatos?
Me dio pena y se lo di a la vecina, jejeje.



Pepe, enero 2006

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