21 marzo 2006

Cuesta abajo



Le pedían a la noche que los protegiera de las miradas indiscretas de algún vecino preocupado por las vidas ajenas. Cerraban las cortinas para que nadie los viera. Afuera quedaban el parque, el columpio, y el algarrobo que se trepaba por encima del techo.

El tango era la melodía que ligaba los cuerpos. Sonaba y entonces los disponía a ronronear con armonía por cada centímetro cuadrado de piso, como si quisiera comprobar hasta dónde sus huellas conocían de memoria las dimensiones de la sala.

Y entonces así, en la mitad de la noche, se entrelazaban los brazos, se sujetaban con fuerza, enredaban las piernas en un ritmo suave pero macho, cadencioso, sus rostros se juntaban y mientras bailaban, de una radiola recién estrenada un tal Gardel entonaba su canto.

Me imagino a mamá bailando muy seria, mirando al costado para que nadie se entere que eso de bailar apretaditos le gustaba. Él, pequeño, se acomodaba en el hombro de ella y apretaba. Ella, más grande que él, pero más flaca, se dejaba llevar. Cuando se casaron Mercedes era más pequeña. Tenia apenas 18 años y él había pasado recién los 22. Me imagino que se casó cuando todavía no terminaba de crecer, era una niña.

Y entonces, venga otro tango. Buenos Aires quedaba lejos, más de cinco mil kilómetros de distancia de Talara. Pero desde el corazón porteño llegaban notas y melodías, letras y cantos que delatan todas las desgracias del destino a las que están condenados los más sublimes romances que pueden existir en este mundo: las historias a las que están expuestas aquellas personas que deciden dejar de ser felices para enamorarse.

Juan Mendoza prácticamente no tuvo papá por que don Liberato Mendoza dejó la policía y esta vida cuando su hijo tenía apenas 3 años. Pero tenía una familia, una esposa, hijos, casa, todo. Lo tenía todo y había empezado como en todas las historias de los pueblos: desde abajo.

A los 15 caminaba una a una las calles de la ciudad, escondiéndose detrás de un pañuelo que le cubría desde los pómulos hasta el cuello y una gorra que solo le permitía revelar ojos y cejas, como el llanero solitario. Sólo que en este caso no había caballo, tenía que andar todo a pie, tampoco había pistolas, tenía una escoba, un recogedor y una carreta. Al año siguiente pasó al almacén en el hospital, y finalmente en la refinería como operador. Para entonces ser petrolero ya era toda una historia y un orgullo.

En el camino quedan los recuerdos de un estallido en los calderos, el rostro y el cabello chamuscados, las horas de intenso dolor que alguna vez, de pronto, se hacen presente. Sobretodo cuando el sol arrecia, cuando los labios se le vuelven a sancochar como en ese momento en el que solo atinó a correr al grifo y tratar de librarse del ardor con el agua.

Mientras mi padre acurrucaba su frente en el hombro de su compañera eterna, en la habitación del fondo las historias de mi hermana dormían a duras penas y los ronquidos de la abuela competían con los ruidos de la cocina. Esa cocina permanecía encendida, día, tarde y noche. Más barato era tenerla encendida todo el día que gastar en fósforos. Total si el gas no cuesta nada - decía la abuela - además hace frío. Y entonces levantaba los más posible la llama para que casa permaneciera calientita. Una cosa normal por esos tiempos en una ciudad petrolera como Talara, donde las cañerías de gas competían con las del agua. La abuela Peto, era hincha de la crema Nivea, y vieja clienta de los chicles “Sour”, seguidora de los Testigos de Jehová pero devota hasta los tuétanos de la Melchorita, una beata chinchana a punto de hacerse santa por estos tiempos.

En la otra habitación rondaba el espíritu ganador del Atlético Torino y la final de la Copa Perú, el campeonato amateur de fútbol. Víctor buscaba entre sus fantasías nocturnas la manera de hacer una plantilla para pintar en su camiseta el logo del Torino con la T de Talara y Juan Liberato no dormía, ya celebrara el triunfo con sus amigos por adelantado, guitarra en mano y al más puro estilo talareño: chupando.

¿Y yo? Yo ni me acuerdo. Creo que dormía en el cuarto de la abuela, siempre asustado hasta tiritar con los temblores y anuncios guerras: presiento que me voy a morir, decía y me echaba a llorar. Aún hasta grande corría al cuarto de mis hermanos a buscar refugio cuando mis temores me asaltaban.

Mendoza estaba borracho, ebrio, mamao, “bien cagao de la gaviota” como suele decir él cuando ya no tiene ni ánimo, ni fuerza para pararse, cuando todo le da vuelta. Aquella noche se tomó todo. Y aunque eran las dos de la mañana Fabián que apenas se aferraba a sus tres años, lo miraba sin saber que hacer con aquel borracho muy parecido a su abuelo. Solo atinó a sentarse al lado y a contemplarlo con sus ojitos chinos, que se manifiestan por encima de sus cachetes regordetes. Para entonces no le había crecido la nariz.

Al lado de los dos, la radiola Philips de madera que casi ocupaba toda la sala y sonaba como para darle fiesta a todo el barrio. Y la infinidad de los discos de acetato donde Gardel, apabullaba a Willy Colón, Los compadres, Capablanca, Beatles y compañía. Juan Mendoza, seguía ocupado en sus ilusiones pasadas. Gardel cantaba en la radiola y el espíritu porteño se encontraba a la distancia con su par talareño. Claro que en Talara no hay un Palermo ni un Puerto Maderos, ni un mar dulce como el Río de Plata, pero eso a quién le importa cuando uno quiere mamarse.

Mi padre, volvió al pasado que añoraba, no soportó rebobinar la historia y repasar los días. Y de pronto, quién sabe qué suerte de tristeza le invadió en el alma, dio un grito: “¡Por qué se tuvo que morir Gardel!” Y soltó el llanto como yo nunca lo había visto. Todos nos miramos asustados, no sabíamos qué había pasado. Lloraba mi padre por la muerte de Gardel. Era un día de los 80 o por allí, no era junio y el zorzal criollo ya tenía a esas alturas 40 y pico años de muerto. Pero allí estaba él llorando amargamente por la muerte del cantante.

Fabián miraba al abuelo, sus ojitos le bailaban, miraba también a su abuela, mi madre, que sonreía mientras sus ojos se posaban en su marido con ternura y pena a la vez. Fabián miró a su mamá, pero Mirtha no le tomó atención, estaba entusiasmada contándole alguna de sus nuevas historias a su marido. Y entonces, desconsolado, Fabián abrazó a su abuelo y se puso a llorar también.

¿Fabián por qué lloras?
¡Porque se murió Gardel!

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