21 agosto 2006

"Me quedo contigo"



Llegaba media hora antes para retirar los discos de la discoteca que ya los había soñado la noche anterior mientras pensaba en Lucy. Llegaba y la cabina de la radio se inundaba de perfumes y olores, Arturo matizaba con ellos la pinta de novio eterno bien engominado para domar sus pelos lacios, camisa de raya de cuello con botones en las puntas para que no se desarme, pantalones bien amarrados con una correa de cuero y los zapatos lustrados desde la noche anterior como cuando preparaba su uniforme para ir al colegio.

Llegaba, se instalaba frente a la consola Ampro, ordenaba sus cuñas sobre la cassetera de auto rebobinado, quitaba los carretes de la reproductora de cinta abierta, ubicaba bien su micro y entonces lanzaba la cuña de presentación de la radio. pp...paf...“Me quedo contigo”... al despertar la noche... “Me quedo contigo” en Cutivalú. pp... se disuelve. Cutivalú, el viejo cacique tallán de la comunidad de Catacaos no conoció la radio por los años 1500 o 1600 y sin embargo, hubiera gustado de estos amores radiofónicos.

Y entonces arrancaba Arturo, cerraba los ojos y al cerrarlos el corazón se le salía por la boca convertido en lindas palabras y la radio se llenaba de palabras bonitas, de amores de siempre pero con corazones nuevos, con olores nuevos, solo abría los ojos para mirar la imagen de Lucy y los volvía a cerrar para que la Lucy de sus amores le inunde el alma y le brotara por la boca. Los cachetes se le inflaban y a veces cogían rubor, los ojos se le hacían chinitos y chiquitos, como el vals, lanzaba una canción se paraba, levantaba los brazos y gritaba: ¡¡¡No!!!! Y se reía solo, como disfrutando placeres que le son negados a los demás.

El micrófono se estremecía, aquella pasión lograba la complicidad de Leo Marini, la voz que acaricia, que se esmeraba en cantar con toda el alma, Nelson Pinedo sacaba lo mejor de su repertorio, las agujas de la consola se rompían en cada esfuerzo pero se levantaban nuevamente para acariciar los acetatos y hacerlos cantar, la antena tensaba sus vientos para no caerse rendida de tanta pasión, y las ondas de la radio salían proyectadas al viento como cantos desesperados.

Del otro lado del micro habían quienes también cerraban los ojos y se animaban a lanzar suspiros, piuranos románticos que se cortaban las venas con cada bolero cantinero chupando porque la novia se fué o porque volvió, piuranas enamoradas que suspiraban por sus novios amantes, piuranas solteronas que aprovechaban para soñar con Arturo e inventarlo a su manera, rubio, alto, delgado, o moreno, zambo, fortachón, o simplemente con el rostro del vecino de la esquina, el que nunca se animó a dar un paso adelante. . Y pasa lo que siempre pasa en la radio: cada quien le pone rostro a la voz y a las palabras.

Otros, como mi padre que siempre escuchaba el programa para criticar al gordo Arturo, para comprobar si sabía o no de música, para ver si entraba o salía a tiempo, sí dijo bien el año en que fulano de tal canto tal canción.

Salía de la cabina, lo mirábamos, Arturo no salía de su éxtasis, esperábamos para ver que pasaba, un silencio, y entonces Arturo gritaba, ¡no flaco! ¡no!, y nos reíamos a carcajadas. Había terminado el programa, hora de cerrar la programación, la consabida oración de cierre, después el himno nacional y las trompetas triunfantes de la radio y luego el silencio.

Lo escuchaban por todos lados, en la ciudad: aquellas personas que huían de las telenovelas, por no ahogarse con tanta lágrima, los bodegueros que sabían que con Arturo a las 10 debían cerrar el negocio, lo guardianes nocturnos, las novias, las novias frustradas y las que soñaban serlo, los románticos, y los que querían calentar el ambiente para que la jornada nocturna no sea tan aburrida y rutinaria. Hasta nos enteramos y fuimos testigos de excepción que en el burdel de la ciudad, en el 7, “Me quedo contigo” era el programa de mayor éxito.


Si la hubiera visto en la calle hubiera dicho que ese hombrecito se veía bien femenino, pero en realidad era Lucha vestida con la ropa de su hijo. Pantalón de jean azul, polo negro manga larga, lentes oscuros, el cabello amarrado y una gorra también negra como de jugador de béisbol. Hagamos un programa sobre las enfermedades venéreas, decía Lucha a Hernando Cevallos que era el médico del típico consultorio de la radio, pero que tenía tanta pegada y tantas llamadas en cada hora de programación.

Hernando, un médico con acento piurano y argentino a la vez heredado de su época universitaria en rosario, no le quitó el cuerpo al asunto. ¿Cómo se te ocurre que podemos hacerlo?

Lo teníamos todo bien planeado: entrar en un burdel con una mujer vestida de hombre, con un médico, era de locos.

Ya saben los riesgos que uno corre cuando se enfrenta a la cabrona o al caficho y sus secuaces. Le pedí a Juan, mi hermano, que nos llevara en el carro, claro que lo pensó montones de veces antes de decir que sí. No porque no conociera el lugar o por que tuviera prejuicios morales, pero meterse con los cafichos podría provocar un verdadero puterío. Nos esperó todo el tiempo con el motor encendido en la puerta para salir corriendo si era necesario, y cuando por fin pudimos salir lo vimos guardar la llave de ruedas, respirar profundo, poner primera casi sin pensar y salir disparado de ese disparate que habíamos llevado a cabo.

Entramos, nadie reparó en Lucha, eso era una cosa rara pero a nadie le importaba, de vez en cuando se paraba en un esquina y arqueaba las piernas y se rascaba como si tuviera huevos, su atuendo incluía un cigarrillo que agarraba con las yemas de dos dedos y los otros tres los tiraba hacia arriba coquetonamente, y botaba el humo por la boca como si tuviera un pico. No Lucha así no, coge de otra manera el cigarro, no exageres al botar el humo. Ella otra vez en la esquina y se rascaba los huevos, salvo por los demás detalles, por lo menos en este era inconfundiblemente masculina.

Cruzar la puerta no fue difícil, ya estábamos adentro. Algo en el ambiente me parecía conocido, me sonó a una historia de inauguración oficial de la que no pude escapar alguna vez en este prostíbulo tan de mala muerte, pero tan concurrido. Recordé la vez que, llevado para que dejara de oler a leche, entré al burdel como queriendo y no queriendo, pero abriendo bien los ojos para no perderme nada.

Entre las pocas luces, el humo de cigarro, las habitaciones oscuras, las paredes sucias y las luces de colores, podían distinguirse mujeres, que entre otras cosas pugnaban por dejar intacta su dignidad aunque tuviesen que abrir las piernas al mejor postor. Varias jovencitas. Más de una se veía como que ya había perdido la esperanza de una buena casa o el negocio y solo les quedaba seguir a pesar de los años. Otras mostraban las carnes sueltas, las ojeras de noches pasadas, y sin estar cerca podías oler el tufo del varios cigarros en concierto, pero habian filas, es verdad, de parroquianos arrechos y necesitados de un cierto alivio. En fin, nunca falta un roto para un descosido, como dice mi madre.

Decidimos ir a la puerta de una de las chicas que estaba sin gente. Nos acercamos. ¿Tres? ¡Están locos! ¡Ustedes son degenerados, idiotas!, no nos dio tiempo a decir nada, solo cerró su puerta y se protegió en su cuartito, se escondió tan apresurada que se llevó de encuentro en su fuga la lavacara de porcelana y la jarra de agua que tenia al lado de la puerta.

Insistimos con una segunda. Otra que nos tira la puerta por degenerados. Hernando decidió lanzarse solo, le dijo a una de ellas que no quería hacer nada solo conversar, que éramos de la radio. Raquel lo miró con desconfianza, nos miró a nosotros con más desconfianza, le enseñamos la grabadora y por fin accedió. ¿Cutivalú? ¡Ah! La de “Me quedo contigo”. Sus ojos tiernos descansaron un poco, nos hizo pasar y cuando Lucha se quitó la gorra y los lentes, Raquel no lo podría creer, y cómo has entrado?

Después de pasar del susto al asombro, Raquel nos dio todo su tiempo para hablar con la mayor naturalidad. Yo no quiero que nadie me salve, nosotros podemos pelear por nosotras mismas. Trabajar aquí es la mejor manera que tengo de guardar dinero, intenté montones de cosas y ninguna funcionó, además yo decido con quien me acuesto. ¿Cuántos abogados hay que son taxistas? ¿Quién les dice nada? ¿Cuántos economistas venden en el mercado? ¿Cuántos trabajan en cosas que no les gusta?, esta es una opción como cualquier otra. ¿Cuántos políticos hay que se venden a cualquiera y viven bien con eso? Nosotros tratamos de cuidarnos los que no se cuidan son los clientes que vienen, no les gusta con preservativos, ese sí es un problema. Para mi hija yo trabajo limpiando oficinas por la noche, cuando ya no hay nadie trabajando salgo yo a limpiar. Mi vecina de al lado trabaja en la baja policía barre las calles de noche. Mi vecina del frente trabaja en un circo, por eso usa panties de colores y calzones de encajes y todas las noche tiene una función. Hay un tipo que quiere que viva con él, me da todo, pero yo prefiero juntar mi plata para no tener que depender de nadie.

¿Lo van a sacar por la radio? ¿Cuándo sale? quiero escucharlo y que mis amigas lo oigan. Solo digan que me llamo Raquel. No, no tienen nada que pagarme, yo quise hablar con ustedes. Salgan con cuidado y rápido, porque las chicas me van a preguntar, jajaja ¡Con tres a la vez! Me dicen la huachana, pero yo soy de Chimbote. Todas las noches escuchamos “Me quedo contigo”. Sí, con Arturo Chira.

Salimos casi corriendo. Guardar la llave de ruedas, respirar profundo, poner primera casi sin pensar y salir disparado fue lo que hizo Juan.

Y allí estaba Arturo poniendo en ambiente esta sórdida casa de amor. “Me quedo contigo”, embriagado de un no se qué que olía a boleros, a la pasión arturiana por Lucy, era esa energía que también se paseaba por esos lares convertida en canción. El idilio de Arturo convertido en programa de radio alimentaba las noches piuranas de amor a la carta.

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